Implicancias psicosociales tras la tragedia del agua
Con el desborde del Salado, el guiño de la fatalidad se naturalizó en la rígida expresión del desastre. Y todo desastre conlleva a una crisis que involucra inclusive a aquellos que no tuvieron una relación directa con el hecho. Desde el enfoque de la psicología social -el cual nos parece oportunamente venido al caso- se entiende a la crisis como “ruptura, discontinuidad, lo que por extensión implica pérdida de referentes (…). Crisis es desorden, movimiento múltiple, tránsito”. (1) En el seno de la crisis emerge la figura de la contradicción dinámica. Así como, por ejemplo, la crisis del neoliberalismo se explica a través de las oposiciones entre producción y consumo, riqueza sostenida y pobreza extrema, mundialización-regionalización o inclusión y exclusión del sistema, la crisis de la inundación se traduciría en contraposiciones del tipo desastre natural versus inoperancia e imprevisión política, solidaridad contra oportunismo de lucro a costa del pesar ajeno, entre tras contradicciones. De este modo, la crisis “es un proceso objetivo que se despliega en el plano de las relaciones sociales. Nos compromete como sujetos de un sistema, pero a la vez nos trasciende. Consiste, como movimiento, en la agudización de las contradicciones inherentes a ese sistema, en una tensión máxima entre los polos de esas contradicciones. Esa tensión, al intensificarse produce una eclosión, un estado de conflicto (…). Así irrumpe y se redimensiona en la escena social”. (2) El agravamiento de las tensiones, siempre en el plano psicológico de la inundación, generó estados de conflicto que redefinieron el escenario social y comunitario. Uno de estos ámbitos humanos, quizás sobre el que más impactó el cimbronazo del agua, fue la vida cotidiana.
En cuanto a sus definiciones, Juan José Sebreli (3) interpreta este concepto como un sistema complejo e inacabable de elementos inherentes a determinado conglomerado humano, que van desde los más mínimos hábitos de la intimidad hasta la conducta social más compartida. Agrega la idea de alienación a modo de termómetro que va marcando pautas de cambio y rupturas en esa cotidianeidad durante un proceso histórico. El licenciado Ricardo Haye, destacado conferencista de Entre Ríos, sostiene que “la cotidianeidad es una instancia permanente de la vida social cuya presencia, aunque furtiva, refuerza los lazos colectivos y los sistemas de solidaridad. Además, hay una fuerte influencia determinante de lo cotidiano sobre lo social, en contraposición a ciertas tendencias globalizadoras que deslegitiman las formas identitarias, en una especie de alienación que fortalece el individualismo y deteriora las redes sociales”.
Toda cotidianeidad es susceptible de sufrir modificaciones (inclusive estructurales a partir de una circunstancia de peso, por ejemplo, un evento catastrófico). En este contexto, podríamos afirmar que nuestra cotidianeidad ha sufrido un impacto de grandes dimensiones. Ha sido conmovida desde sus cimientos, ha cambiado. Sostiene al respecto Miriam Ugorri, psicóloga social santafesina: “En este momento situacional, están interrelacionados el aquí-ahora, la cotidianeidad y la historia. Y en esta relación tripartita de la que formamos parte como entremallado social, se modificó el espacio, el tiempo y los vínculos humanos. Si hoy analizamos los grupos sociales de nuestra comunidad, veremos que las constantes de tiempo y espacio (en los términos de Pichon Rivière) están trastocadas totalmente; por esto cambian también las relaciones”. Hablamos de modificaciones en función de reacomodamientos de hábitos tanto mundanos como espirituales, espontáneos o preestablecidos. Ejemplo de la vida cotidiana más primaria: quizás los paseos diurnos a espacios comunes, que antes eran reiterados, ya no sean tan frecuentes; quizás surjan nuevas oraciones en voz baja escapadas del protocolo de la misa dominical; quizás…
Dentro de la profunda complejidad que reviste el sujeto, el espectro de la subjetividad ocupa un lugar empinado. El ser de necesidades, según la escuela pichoniana, constituye la subjetividad del sujeto en tanto universo psíquico-simbólico que lo determina único e irrepetible. Ahora bien, en la interacción sujeto-mundo, lo externo (lo que ocurre fuera del sujeto, en nuestro caso, la inundación) se internalizó y, a la vez, la subjetividad del sujeto toma estado exterior, manifestándose a través de estados de pánico y desesperación. Es decir, la crisis-inundación asestó un impacto crítico a la subjetividad, perturbándola y reconfigurándola sobre otros patrones.
El agua generó además otros movimientos relacionados con la estructura de clases, provocando un desdibujamiento de las líneas fronterizas que diferenciaban los estamentos sociales. Las realidades periféricas más dramáticas determinadas por la pobreza, la indigencia y la muerte, esa muerte que trajo con cínico arrastre el desborde del Salado, se entrecruzaron con otras realidades más urbanas y menos dolorosas, por largo tiempo desencontradas y lo suficientemente disímiles como para oponerse. Y en esta convergencia de incompatibilidades, se fue disipando ese largo juego de ocultamientos de clase, merced al sentimiento común de unión y solidaridad que generó la tragedia. “El agua puso a flote lo que desde múltiples lugares nosotros poníamos afuera, confundiendo los criterios sociales y la escala de valores”, señaló María Angélica Marmet, psicóloga social.
El desafío estará en generar espacios para la recomposición de nuestra cotidianeidad y subjetividad, que no será otra cosa que la búsqueda de la articulación de la unidad social. Este será nuestro compromiso, mientras aquel argumento vacío que sostiene que la naturaleza victimizó al hombre siga teniendo vigencia, como parte del discurso político eternizador del duelo.
Referencias
1 Quiroga, Ana P., “Relaciones sociales, procesos de crisis y cambio y subjetividad”, en Enfoques y perspectivas en Psicología Social, Ediciones Cinco, Buenos Aires, pág. 16.
2 Ídem, pág. 21.
3 Sebreli, Juan José, Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, Ediciones Siglo Veinte, Buenos Aires, 1967.