
Desencuentros
Él fue testigo de su crecimiento… y cómplice. Siguió sus débiles primeros pasos y corrieron después por calles y plazas del barrio. De la panza a beba, de beba a nena, de nena a alumna del jardín. También allí estuvo él, llegando hasta donde lo dejaban.
–Eran inseparables -me dijo Laura mientras subíamos al bote-. Todos lo queríamos en la casa, pero ella…
Hablaba casi entre dientes. No quería despertar en Juliana “malas sospechas”. La “enana” -como le decían- tenía apenas cuatro años pero era más intuitiva y atenta que lo que los grandes podíamos suponer.
Ya estábamos los cuatro a bordo: Laura, Juliana, Marcos y yo. Marcos era hábil con los remos. En los ratos libres, se despojaba del uniforme de agente municipal de tránsito y “volaba” a la isla. La pesca le agradaba, el agua también…pero en otras circunstancias. Durante todos estos años había logrado tejer un buen lazo de amistad con la familia de Laura. El barrio imponía sus códigos. Entonces el vecino se convertía más bien en un aliado.
–¿Falta mucho para que lleguemos? -dijo Juliana cuando la canoa recién empezaba a menearse en esa masa amorfa, fofa, sucia y olorosa -. Mirá que Gaspi nos va a estar esperando….
La “enana” estaba ansiosa. Tanto drama ante sus grandes ojos negros no había logrado aplacar su mayor esperanza: encontrar a su compinche sano y salvo. Era como una muñeca, menuda y morena. El jardinero de jean azul contrastaba con el cabello largo y oscuro.
La “expedición” tenía varios fines: para Juliana, no había otro más que hallar a Gaspi; para Laura, en cambio, la meta era asistir a su madre que había decidido resistir; para Marcos, el viaje era uno más de los cientos que había realizado durante estos días de tragedia. Los primeros lo convirtieron en una especie de salvavidas humano; estos últimos lo transformaron en una suerte de “visitante” que volvía al barrio con provisiones para los que se habían quedado, entre ellos, sus dos hijos.
Empezamos a desandar el camino. Navegamos por las primeras cuatro cuadras. Las calles eran torrentes. El río Salado había invadido la ciudad desde hacía cuatro días. Y los barrios se habían mezclado con su caudal. Ya estábamos en el corazón de Santa Rosa de Lima, uno de los sectores más populosos y humildes de la ciudad de Santa Fe. El nivel del agua, en algunos sitios, superaba los tres metros. Las imágenes eran dantescas, inauditas; enmudecían.
–Todavía no entiendo lo que pasó -dijo Laura con un nudo en la garganta-. Parece que ser pobre no es suficiente castigo….
–No llores. Por lo menos tenés a tu nena y sabés que tu vieja está bien. Mirá, por algo lo primero que le enseñé a mis hijos fue a nadar -comentó Marcos con vos de experimentado-. Javier, el de 17, le salvó la vida a tres nenes cuando la canoa se dio vuelta ¿Te das cuenta lo que es eso? -dijo emocionado y orgulloso.
–¿Y a Gaspi también lo salvó? -preguntó Juliana-.
Laura y Marcos se miraron; los ojos les brillaban.
–Ya va a aparecer -le dije, tratando de generar confianza.
El escenario era desolador. Las casas habían desaparecido; no se veían ni los carteles de señalización de las calles. Los techos más altos parecían mojones que daban alguna pista del sector del vecindario en el que nos encontrábamos. Muchos animales no habían podido escapar de la trampa mortal y ahora se los veía flotando. Eran muchos animales, muchos perros…
Laura tenía la mirada perdida. Los distintos componentes del barrio de su infancia estaban desdibujados, desfigurados. Era un cementerio de recuerdos. Se tapaba la boca con las manos, después se las llevaba a la cabeza:
–Es injusto. Más de veinticinco años… -decía sin resignación, volviendo a perder la mirada como buscando respuestas.
–Quedémonos en el barrio… Acá nos conocemos todos. La gente es buena, nos va a ayudar. Seguro que algún trabajo podés conseguir. Mi sueldo de enfermera podemos usarlo para arreglar la casa. Hasta tenemos la plaza y la escuela para la nena a pocas cuadras…
Aquellas palabras retumbaban en los oídos de Laura. Eran las de su madre, que hace cuatro años, habían logrado convencerla para que no se mudara. Y no se fue. Todo se cumplió al pie de la letra: llegó Juliana, Laura consiguió trabajo, arreglaron la casa y así transcurría la vida, intentando rasguñar pedazos de felicidad. Pero ahora, sus historias habían quedado bajo el agua.
La recorrida en bote ya nos enfrentaba a las casas del vecindario que resultaban más familiares. A poco de ello, Juliana me tomó del brazo para que le prestara atención. No hablaba, no podía hablar. Su cabecita no alcanzaba a decodificar las imágenes. No me soltaba. Entonces me señaló lo que se veía de un edificio y volvió su manito al corazón, en señal de pertenencia. Había descubierto el techo, las rejas y la identificación de su escuela. Las comisuras de la boca empujaban al suelo. La tristeza la invadía y era evidente. De pronto, vio la cresta del tobogán de la plaza en la que siempre jugaba. Era lo único que sobresalía.
–Quién sabe cuándo vas a poder volver…-susurró la mamá, pero enseguida intentó retractarse- Seguro que en poco tiempo vas a ver a tus compañeros del jardín y vas a correr entre los juegos del parque…
–¿Pero voy a volver a correr con Gaspi, mamá?
–Claro…. -le contestó, y no dijo más porque otra vez un nudo le cerró la garganta.
Ya llegábamos. Estábamos a pocas cuadras de la casa de Laura, cuando Juliana se paró con tanta desesperación que hizo tambalear el bote.
–¡Allá está. Mamá, ahí está, en el techo. Es Gaspi!! Vamos, mamá, es él, buscalo!!
Las ansias habían propiciado la confusión en Juliana.
–Tranquila, no es Gaspi, pero ya lo vamos a encontrar -trató de conformarla Laura mientras la abrazaba.
Seguimos navegando. Traté de distraer la atención de la “enana”:
–¿Te da miedo el agua? -pregunté.
–Sí, pero porque le tengo miedo a los cocodrilos…. -me contestó.
Por fin en destino. Marcos amarró la canoa. Extendió un tablón entre el bote y la pared del tapial y bajamos haciendo equilibrio.
Estábamos en “techo” firme. De la carpa improvisada sobre la terraza con lonas y cartones salió Clara. Era una mujer madura, con las marcas de los duros tiempos vividos, grabadas a fuego en el rostro. Clara abrazó a su hija. En ese instante, la fortaleza que le había permitido resistir cinco días en el techo pareció hacerse añicos. La furia, el dolor, la impotencia se mezclaban en la mirada. No pudo contener el llanto y oprimió a su hija contra el pecho hasta dificultarle la respiración.
Entonces sintió que alguien se colgaba de su saco.
–Abu, ¿vos tenés a Gaspi?¿Dónde está?
–¡Mi corazón…! -fue lo único que pudo decir Clara.
La voz se le interrumpía. Estaba de rodillas y la miraba a los ojos. Juliana insistió:
–¿A dónde está?¿Lo tenés en la carpa?¿Tenía frío para dormir?
–Ya aparecerá. Las mascotas siempre esperan a sus dueños. Ya veo que en poco tiempo vas a llegar a casa quejándote de cómo te ladraba cuando entraste a la salita del jardín…
Marcos y yo volvimos al bote para reanudar el reparto de las vacunas. Laura consolaba a su madre. Y Juliana se entretenía con Javier, que había improvisado una cañita de pescar.
–Ahora te toca a vos -le decía el héroe de 17 años a nena, mientras le ayudaba a sostener el hilo que pendía sobre aquel río por el que hasta hacía cinco días habían corrido y paseado en bicicleta.